Desde el año 1983 se viene celebrando en Sonseca el pregón de Ferias y Fiestas cada 7 de septiembre.
El pregonero nos ha cedido gentilmente el texto de su pregón para que le podamos degustar detenidamente leyendo o releyendo gracias a este medio universal de internet que da cobijo a un sencillo blog.
Virgen de los Remedios Fotografía de Borja García de Blas |
MADRE MARÍA, ABOGADA NUESTRA
ISAAC MARTÍN DELGADO
Distinguidas
autoridades civiles y eclesiásticas; querida Alcaldesa y resto de miembros de
la corporación municipal; alcaldes de los pueblos vecinos que habéis querido
acompañarnos en esta noche; queridos hermanos sacerdotes y miembros del
Patronato de la Virgen de los Remedios; querido Alférez, muñidor y miembros de
la Compañía de Alabarderos, Reina, Damas, niño de la bandera, con quienes este
año comparto el privilegio de escoltar la imagen de nuestra Patrona; querida
familia; muy querida Irene –mi mujer, mi vida– y muy queridos hijos –Marcos,
Ángela, Alberto, Mariam–; queridos amigos; queridos vecinos de Sonseca; señoras
y señores:
Quiero
iniciar mi intervención confesándoles un sentimiento personal: no me siento digno de dar este pregón.
La
tarea que se encomienda a un pregonero consiste en realizar un discurso
elogioso en el que se anuncia al público la celebración de una festividad y se
le invita a participar en ella. En nuestro caso, nada menos que la Natividad de
María, que celebramos mañana en toda la Iglesia universal, constituyendo el día
central de nuestras fiestas. Hablar de lo que ha significado y significa María
en la historia, en las tradiciones de Sonseca y en nuestras vidas es un reto
difícil de asumir, por la riqueza que implica la figura de nuestra Madre.
También lo es dirigirme a todos ustedes. Es cierto que hablar en público forma
parte de mi día a día, por mi profesión y por mi compromiso eclesial. Pero esto
es distinto, muy distinto.
Se
me ha encomendado el inmenso honor de pregonar las Ferias y Fiestas en Honor a
la Santísima Virgen de los Remedios de Sonseca, mi pueblo, donde siempre he
vivido, ante mis vecinos, muchos de los cuales constituís un referente para mí.
He leído en estos días los nombres de las personas que han recibido este honor
a lo largo de los últimos lustros –desde el año 1983, en que comenzó la
práctica de iniciar las ferias con el pregón– y, ciertamente, la inmensa
mayoría de ellos son personalidades muy relevantes, no sólo por lo que han
hecho en nuestro pueblo, sino, en algunos casos, por sus aportaciones a nivel
nacional e internacional. Mucho me temo que estoy lejos de ese perfil.
A
este sentimiento que les he confesado se unía, además, una cierta
inseguridad. Tras aceptar la invitación de nuestra alcaldesa a ser
pregonero de las Ferias y Fiestas de este año, algo sobre lo que no tuve duda,
les reconozco que no sabía muy bien cómo enfocar este pregón. Soy una persona
sencilla, con poco que contar porque mi vida no tiene grandes puntos de
interés. Un profesor universitario de Derecho que, agradecido por la fe
recibida de mis padres y alimentada en comunidad, trato de vivir mi vida
haciendo el bien y sirviendo a quienes están a mi lado, aunque no siempre lo
consiga. Hacer un pregón en clave jurídica, en coherencia con mi profesión,
hubiera resultado un auténtico desastre, incluso para quienes han sido o van a
ser alumnos míos, algunos de los cuales están aquí presentes (ellos no tienen
más remedio que aguantarme). Así pues, consciente de mis limitaciones, decidí pedir
consejo a quienes me rodean habitualmente acerca de cómo enfocar esta
intervención. Uno de mis hermanos me dijo que podía hablar de mis raíces y de
mis orígenes entre cerdos ayudando en la empresa familiar y cómo logré realizar
mi vocación como profesor con la ayuda de la Virgen de los Remedios; no es mal
consejo, pero les aburriría, precisamente porque no podría contar grandes
anécdotas. Una amiga –hay que quererla– me ofreció 50 euros si decía a lo largo
del pregón la palabra “calzoncillos”; le estoy muy agradecido, porque nunca he
ganado dinero tan fácilmente, la verdad. No pocos de vosotros me habéis
aconsejado que, ante todo, fuera breve, lo cual se me ha grabado a fuego porque
sé que si no lo cumplo empezaré a divisar desde este lugar privilegiado en el
que todo se ve cómo comienzan a moverse en las sillas, a resoplar, a hablar con
el de al lado, a mirar el reloj.
El
mejor consejo me lo dio mi madre. “Hijo –me dijo–:
que sea un pregón sencillo”. Así que he decidido hacerla caso (porque siempre
hay que hacer caso a una madre). Trataré de hacer un pregón sencillo. Es más,
dedicaré este pregón a hablar de mi madre, que para eso fue quien me dio el
consejo… y, junto con ella, de todas las madres, incluidas las suegras (y, en
particular, de la mía, aquí presente), pues no dejan de ser, en cierto modo,
madres para nosotros, yernos y nueras.
La
maternidad no está de moda hoy en día. Las circunstancias de
la vida presente hacen que cada vez resulte más difícil tener hijos; en no
pocos casos, no podemos obviarlo, también conduce a ello el egoísmo, el
materialismo, la comodidad. No lo juzgo, describo un hecho. Por eso, creo que
resulta más necesario que nunca valorar convenientemente lo que es y significa
ser madre.
Desconozco
las razones por las que, desde pequeño, siempre he admirado a las mujeres que
forman parte de mi vida por el hecho de serlo y, en particular, a las madres;
pero así ha sido y sigue siendo. Su visión de las cosas, su forma de actuar, su
vocación de servicio resultan admirables para mí. Ello me ha llevado a observar
comportamientos, actitudes, palabras, gestos; en definitiva, a tratar de
aprender de aquellas que estaban a mi alrededor a fin de interiorizarlo de
algún modo en mi propia vida.
Y
es que no deja de sorprenderme el hecho de que una madre sea capaz de
renunciar a parte de su comida por compartirla con sus hijos o incluso con
quienes, sin serlo, están sentados en la misma mesa; que cambie su semblante,
como si le doliera a ella misma, cuando ve que uno de sus hijos se ha hecho daño,
aunque sea una nimiedad; que, tras un parto doloroso y complicado, en el cual
ha estado en riesgo su propia vida, no recuerde nada de ese sufrimiento una vez
que el recién nacido está en su regazo; que se pase por tu habitación de
estudio tres veces a la hora para preguntarte si necesitas algo, recordarte que
tienes que comer para rendir más o traerte un café sin que lo hayas pedido; que
no tenga reparo alguno en saltar al terreno de juego y parar el partido cuando
ve que su hijo ha recibido un balonazo tremendo, totalmente ajena a las
protestas del árbitro y del público asistente y al riesgo de hacer el ridículo;
que deje todo lo que está haciendo por salir a abrir a su hijo la puerta del
garaje y desearle un buen día, evitando así que tenga que bajarse del coche;
que, tras decir hola, sus primeras palabras cada vez que, una vez
independizado, vuelves a casa, sean “abre el frigorífico y come algo”… bueno,
sus primeras, sus segundas y sus últimas antes de irte; que, en momentos de
desesperación provocada por la desobediencia de sus hijos, se quite la
zapatilla y la lance, pero sin tirar a dar (las madres siempre fallan en
lanzamiento de zapatillas); que una madre limpie con una sonrisa encubierta,
tras teatralizar previamente su enfado, las pinceladas que su bebé ha hecho con
rotulador permanente en una pared blanca recién pintada pensando que lo que ha
dibujado, en realidad, no está tan mal y que puede que su hijo sea un nuevo
Picasso; que para ella todo problema ajeno sea prioritario, dejando los propios
para mejor ocasión; que siempre tenga tiempo para escuchar un lamento, curar
una herida, preparar una maleta ajena, aunque ello le suponga renunciar a
prestar atención a sus propias necesidades; que cualquier acto bueno de su hijo
sea para ella una hazaña heroica y le haga sentir como si fuera el más
importante del mundo; que, aunque no seas particularmente guapo, no pare de
decirte cada vez que te mira “eres lo más bonito que ha hecho Dios” (a ti y a
todos tus hermanos, claro). Una madre no deja de tender puentes entre sus hijos
enfrentados; una madre sirve en todo derrochando amor; una madre no duerme, no
come, no va a la peluquería, no sale de compras cuando quiere o lo precisa,
porque primero ha de atender todas las necesidades de quienes están a su lado,
convertidas en sus propias necesidades; una madre no manifiesta su dolor,
aunque lo experimenta, porque nadie le diga “qué guapa estás”, “qué buena está
la comida que has preparado hoy”, “ese vestido te queda genial”, “admiro la
profesionalidad con la que haces tu trabajo”. Una madre tiene el don de hacerse
presente cuando se la llama y, cuando no, también, porque una madre siempre
está, incluso aunque ya no se encuentre entre nosotros; el espacio que deja
nada lo puede llenar porque ella lo sigue ocupando: una madre no se va nunca.
Una madre tiene poderes sobrenaturales: sus besos curan heridas, sus palabras
sanan corazones, su recuerdo conforta en la dificultad. No me olvido de las
“madres al cuadrado”, las abuelas, que de algún modo vuelven a experimentar una
segunda maternidad con sus nietos (eso sí, permitiéndoles licencias que jamás
hubieran consentido a sus propios hijos, porque para esto están las abuelas).
Podría seguir así toda la noche; incluso podría pedirles que ustedes compartan
sus propias experiencias con sus madres, pues a buen seguro completarían estas
que les acabo de transmitir. De hecho, estoy convencido que interiormente lo
están haciendo según escuchan mis palabras.
Se
me podrá objetar que todo esto supone presentar una visión idílica de las
madres; y es cierto, lo acepto. Pero no menos cierto es que cada uno de estos
rasgos que he señalado, lejos de representar un simple ideal de lo que se ha de
esperar de una madre, son reales, evidencian cómo enfocan su vida muchas
madres: los he visto en mi madre, en mi mujer, en mi suegra, en mis amigas… en
excelentes mujeres que están a mi lado.
Nadie
es perfecto… tampoco una madre lo es. Pero, sin duda, es lo más parecido a la
perfección. Dicho de otro modo: cada madre es perfecta, a su manera, para su
hijo, incluso aunque a éste le cueste verlo o reconocerlo en algunas ocasiones
o en relación con determinados extremos. Es la expresión del lazo de la
maternidad, que nunca se rompe. Ese es el poder de las madres, a quienes
debemos nuestra vida.
En
realidad, si pensamos en estas escenas que acabo de narrar, no cuesta mucho aproximarse
a la maternidad de María. Dicho de otro modo, María es un modelo para todas
las madres y, por extensión, para todos nosotros. La incertidumbre ante la
misión de ser madre del Hijo de Dios cuando supo de su embarazo, la renuncia a
sí misma para ir a ayudar a su prima Isabel, el sufrimiento ante el momento del
parto sin tener un lugar digno ni seguro para ello, el miedo ante la necesidad
de huir al extranjero con lo puesto para evitar que su hijo fuera asesinado, la
responsabilidad de educarlo en la fe y en la vida, la incomprensión ante las
palabras de su hijo adolescente, que, sin previo aviso, se separa de ella para
quedarse en el templo departiendo con los sabios, la preocupación sobre el
futuro de su hijo, llamado a algo grande, inédito, único, la respuesta cortante
del hijo en las bodas de Caná, que rebate la petición de la madre pero
finalmente la cumple, el sufrimiento ante la persecución, la condena, el
maltrato, la flagelación, la cruz, la muerte. Se puede decir, sin temor a
equivocarse, que María experimentó en sus propias carnes todas y cada una de
las situaciones de sufrimiento que cada madre de la historia ha podido
experimentar en su vida; también que gozó las alegrías que traía consigo su
hijo, como las gozan las madres en relación con los suyos. En cierto sentido,
María revela plenamente lo que supone ser madre y, por ello, constituye ayuda
eficaz para estar a la altura de lo que es e implica esta altísima vocación.
La
diferencia de María con cualquier madre radica en que ese
vínculo al que acabo de referirme es doble: junto con el vínculo con Jesús,
tiene un vínculo con cada uno de nosotros. Este es el significado de la
escena del Calvario que todos recordamos. Jesús, en la Cruz, se dirige a Juan,
su discípulo amado (por cierto, el titular de nuestra Parroquia y patrón de
nuestro pueblo) para entregarle a su madre; y se dirige también a su madre para
pedirle que lo acoja como su propio hijo. La maternidad espiritual de María no
es simplemente una escena más o menos bonita narrada en los Evangelios; es
real. María es un don para los demás; María está atenta a las necesidades de
los demás. María es madre para todos.
En
relación con ello, siempre me ha llamado la atención ver en amigas mías, que,
por circunstancias de la vida, no son madres, su especial sensibilidad hacia
las necesidades de los demás, su capacidad de entrega y servicio, su especial
solicitud hacia los más débiles. Es expresión de esa maternidad espiritual que
existe en toda mujer, a imitación de María. Es parte de la grandeza que tiene
la mujer por el hecho de serlo.
En
definitiva, como señalaba San Juan Pablo II, María desvela la verdadera
dignidad de la mujer, de su humanidad femenina, el modo femenino de hacer
las cosas, el genio femenino, la especial sensibilidad de su forma aproximarse
a la realidad, la capacidad para centrar la atención en la persona concreta.
Es
más, María es modelo para todos: para los cristianos, es la persona más
relevante de la humanidad; como mujer, es la representante de todo el género
humano, es decir, el arquetipo en el que podemos inspirarnos para tratar de ser
mejores. Estamos llamados a ser don para los demás, a entregarnos a nuestros
prójimos, a mejorar el ambiente en el que nos encontramos. En María podemos
encontrar nuestro referente.
Las
fiestas que celebramos en continuidad de una tradición inveterada están
repletas de expresiones de esta realidad. ¿Qué es, si no, el rezo de la Salve
que todos vamos a realizar al terminar este pregón? ¿Qué evidencia, sino esto,
el Ofrecimiento que, un año más, celebraremos mañana, o las dos procesiones de
estos días? ¿O nuestras visitas a la ermita? ¿O nuestras oraciones espontáneas
a la Virgen de los Remedios, allí donde estemos, para pedirle algo o darle
gracias? Sí, María es nuestra Madre, y como todas las madres, espera a cada uno
de sus hijos inquieta y nerviosa para poder ayudarle en sus necesidades o
compartir sus alegrías.
El
alma de una madre está abierta a todos. El corazón de María más aún. Me llama
particularmente la atención la imagen de nuestra Señora, la Virgen de
los Remedios. El culto a las imágenes es parte importante de nuestra fe
católica, en tanto que permite conservar las enseñanzas recibidas y ayuda a
elevar el corazón a la realidad que evocan. Les invito a observarla con
atención estos días. Es una imagen pequeña, en la que vemos únicamente dos
rostros y unas manos. El rostro de María mira al frente, abarcándolo todo,
vigilante, pendiente de cuanto ocurre a su alrededor; su mano izquierda sujeta
firmemente a su hijo, apretándolo junto a su pecho, un hijo que, por el
contrario, sí está mirando a la cara de quien tiene enfrente; la mano derecha,
en cambio, está abierta, en paralelo a la del niño, como llamando a quien la
contempla. Es señal de acogida, de cobijo, de refugio; promesa de que quien se
acerca encontrará allí consuelo, esperanza, remedio.
Esta
imagen es la que custodiamos los alabarderos. Los que formamos la compañía
actual, los que han integrado las distintas compañías desde el origen de
nuestra tradición, aquellos que lo harán en el futuro. Pero hemos de saber
mirar más allá. Los alabarderos no nos limitamos a ser guardia de honor de una
imagen. Somos anunciadores de la presencia de Aquella a la que esa imagen
representa: María. Nuestra vida, queridos hermanos alabarderos, ha de ser lo
suficientemente modélica como para que quien nos vea descubra que hay algo más
grande que una tradición: una fe de la que esa tradición es expresión popular,
una confianza en que María es Madre y que espera que acudamos a ella como
hijos. Lo que he podido ver el día de San Agustín como alabardero me ha
permitido confirmar esta realidad: ojos asombrados de niños que miran con
alegría cómo pasa la compañía; lágrimas de ancianos que, sin saber si este será
el último año en el que podrán contemplar la comitiva, ven transcurrir su vida
entera mientras pasan por delante de ellos los alabarderos, rememorando las
distintas ferias que han podido vivir a lo largo de sus años; personas de toda
condición cuyos corazones intuyen que detrás de esas alabardas hay un motivo de
esperanza. Y es que, tras las alabardas, la bandera y la imagen, está María.
Antes
señalé que rehuí la tentación de hablar de Derecho en esta intervención. En
realidad, no es cierto; me gustaría hacer una última reflexión en clave
jurídica; será breve, no se asusten. María es todo lo que he señalado y
mucho más. En concreto, lo rezamos en la Salve y en el himno que cantamos en la
ermita: María es nuestra abogada. No es, quizás, el mejor piropo que
podemos echar a una madre –¡mamá, eres la mejor abogada del mundo!–, y menos a
nuestra Madre del Cielo, pero resume a la perfección el mensaje principal que
me gustaría transmitirles en esta noche: María es abogada, intercesora,
mediadora, defensora de nuestras causas, incluso de las causas perdidas. Es
quien vela por la justicia y pide misericordia ante la injusticia que hayamos
podido cometer. Como Madre que es.
Por
eso, un consejo que me atrevo a darles y que me aplico a mí mismo es el
siguiente: ante situaciones complicadas, preguntémonos: ¿cómo resolvería
esto una madre? Nos sirve para problemas personales, para problemas
familiares, incluso para resolver conflictos sociales. Es más, pongamos esas
situaciones a los pies de la Madre, con mayúsculas, confiados en que nos
ayudará a encontrar la respuesta. Para eso es abogada nuestra.
Llega
el momento de concluir, porque de lo contrario
incumpliría la petición de ser breve. No sé si habré logrado seguir el consejo
que me dio mi madre de ser sencillo. Si no ha sido así, la culpa es mía.
Tampoco sé si el enfoque de este pregón ha sido el adecuado; en ese caso, la
culpa la tiene mi madre. Porque una madre siempre es escudo protector para su
hijo. De haber logrado, siquiera por un segundo, conectar con ustedes y sus
vidas, el mérito es igualmente de ella, que me ha inculcado en gran medida mi
manera de ver el mundo. Mi padre también, por supuesto, pero eso lo dejo para
otro pregón.
Termino,
pues, no sin antes dirigirles a todos una petición. Una madre, no
podemos obviarlo, aunque no lo pida, también necesita amor, reconocimiento,
abrazos, besos, agradecimiento. En el día de mañana, dedicado a María, nuestra
Madre, encontremos un momento a dar gracias a nuestras propias madres y a las
madres que forman parte de nuestra familia y de nuestro entorno social. Gracias
por la vida que nos han dado, por las enseñanzas que nos han transmitido, por
el amor que nos han dedicado, por el sufrimiento que han compartido con nosotros
en nuestros malos momentos, por dar sentido a las alegrías de nuestra propia
vida; en definitiva, por ser madres. Y, por supuesto, dediquemos un tiempo
especial a la Virgen de los Remedios, que nos espera en su ermita en el día de
su cumpleaños… y siempre.
¡Vivan las madres! ¡Viva la devoción a la Santísima Virgen de los Remedios! ¡Viva Sonseca!
Sonseca, 7 de septiembre de 2023
Santi Valentín me cede estas fotos para ilustrar el acto del pregón. Mil gracias.